miércoles, 15 de agosto de 2012

Terror infantil (Evangeline Redtale)


-Corred, chicos, ¡creo que se ha ido por ahí! -James le hizo un gesto a sus dos amigos para que le siguiesen.

-No puede haberse ido muy lejos, es un pollo gordo y sus patas son demasiado cortas. -Aseguró Tim, jadeando un poco por la persecución.

El rechoncho y torpe lechúcico se agazapó dentro de una de las cajas de pescado del distrito de mercaderes, estaba cansada de huir. Todos los días los macarras de James, Tim y Marcus la perseguían y la obligaban a hacer cosas espantosas, como tirarse a los Canales de Ventormenta o robar caramelos de los puestos. Evangeline abrazó sus patitas rechonchas y comenzó a sollozar, entre extraños ruidos, sin poder evitar ulular. Desde que tenía uso de razón siempre había sido una niña muy tímida, y, por suerte o desgracia, tenía un don: era capaz de transformarse en una lechubestia... Aunque no era capaz de controlarlo, sólo ocurría este suceso cuando se veía sometida a algún tipo de presión o nivel de estrés que la superase. Cualquiera que lo supiese pensaría que era un maravilloso poder, puesto que los honorables druidas tenían esa magnífica capacidad y la usaban valientemente en las batallas, ya fuese contra la Plaga, la Legión o cualquier enemigo de la naturaleza. Ella sólo era una niña humana, no quería ser cambiaformas.

Había perdido la noción del tiempo, llevaba tanto tiempo ahí metida que ya ni siquiera sentía el olor a pescado pasado. Asomó su cabecita para asegurarse de que ya no estaban allí, pero algo se interpuso en su visión...

-¿Aquí estabas, pollo gordo?- Tim rió bastante alto.

Agarró por la cornamenta a Evangeline y la obligó a que se levantase. No podía parar de llorar, sabía que por esconderse recibiría un castigo peor que el que solían darle por cualquier cosita que hiciese. James se acercó, sonriente, con una bolsa en la mano, una bolsa que olía realmente mal.

-Vaya... Vaya... Gordeva...- Así llamaban a la pobre niña cuando adquiría esa forma.- Veo que te encanta jugar al escondite... Bueno, mejor. Debes tener hambre después de realizar tal esfuerzo, ¿a que sí?

El niño tiró la bolsa a los pies de la pequeña, cayendo algo de su contenido al suelo: excrementos. Ella le miró, suplicante, cosa que lo único que conseguía era arrancar una risotada de los otros dos truhanes.

-Es tu comida, Gordeva, acorde contigo... Mierda de caballo. ¿No es genial? Para que veas que tus amigos nos preocupamos por ti.- Añadió Marcus mientras le daba un tirón por los cuernos hacia delante, obligándole a arrodillarse.- Vamos, cómetelo todo y no dejes nada.

James le pisó la cabeza, restregando su pico por los excrementos. No paraba de temblar ni llorar, tenía miedo, quería irse a casa... ¿Por qué tenía que pasarle eso justo a ella? Quería morirse, para Evangeline, vivir era una tortura cada día por culpa de esos tres. De repente, tras de ellos, una voz fuerte, imponente, detuvo la situación.

-¿Qué se supone que estáis haciendo, infantes?- Un elfo de la noche ataviado con túnicas de color esmeralda y finos hilos plateados, adornándola, les miraba, con una expresión de pocos amigos.

Los tres niños se miraron entre ellos y salieron corriendo, dejando atrás a la temblorosa, atemorizada y maloliente niña, la cual estaba agazapada, sollozando incontroladamente. El elfo se acercó a ella, la agarró por las axilas y la puso en pie, dejando su mano sobre su cabecita, en una suave y dulce caricia. Le dedicó su mejor sonrisa, intentando calmarla.
-Ya pasó, pequeña...- Dijo con una voz cargada de ternura, mientras apartaba sus cabellos albinos de su propio rostro, para verla mejor.